Venezuela es un país de mezclas. Los venezolanos somos una especie de ensalada con ingredientes de todo tipo. Aquí hay hombres y mujeres para todos los gustos, de muchos colores y con cientos de características. Hay pieles claras, oscuras, marrones, tostadas, medio tostadas. Cabellos lacios, superlacios, ondulados, enroscados, enroscadísimos. Hay ojos negros, verdes, azules, redondos, achinados. Narices gruesas, finas, aguileñas, grandes y pequeñas. Igual hay venezolanos que hablan italiano, francés, inglés, portugués, alemán, wayuu, yanomami y papiamento. Del mismo modo hay cristianos; unos católicos, otros evangélicos, también protestantes. Igual que hay budistas, hay musulmanes. Así como hare-krishnas también hay judíos. Además hay venezolanos homosexuales. Hay venezolanos sanos, enfermos, deportistas, holgazanes y trabajadores. Ricos, riquísimos, pobres, paupérrimos, simpáticos, odiosos. En fin, hay un menú amplio donde escoger con quién queremos estar o a quien no queremos a nuestro lado. Pero en esa gama inmensa de opciones, no podemos olvidar jamás que absolutamente todos, con nuestras similitudes y diferencias, con nuestros acuerdos y desacuerdos, estamos identificados por un documento que para esa totalidad de veinticuatro millones de habitantes funciona del mismo modo y sirve para lo mismo: la cédula de identidad venezolana.
Por medio de la cédula de identidad nos damos a conocer como ciudadanos de Venezuela, con una nacionalidad que nos brinda el derecho a vivir aquí, a tener nuestros hijos aquí, a trabajar aquí y a morir aquí, si así lo deseamos, porque éste es nuestro país. Nuestra cuna y nuestra casa. Y nadie, ni un grupo armado, violento, respaldado por más violentos, puede expulsarnos de Venezuela. Por ninguna razón de ningún tipo. Ni siquiera suponiendo que así lo decidiera la máxima autoridad que nos gobierne, aunque hubiese sido elegida democráticamente.
Por este motivo, la profanación de la sinagoga Tiferet Israel donde la comunidad judía venezolana es libre de acudir a profesar su fe, es inconcebible y condenable y merece el rechazo de la sociedad entera. Porque hay circunstancias que deben unir las diferencias y levantarse en una sola voz para hacerse sentir. Ésta es una de ellas. La discriminación en Venezuela, por venezolanos y hacia venezolanos, no debe existir, no puede existir. No podemos permitir que tome cuerpo y se quede. ¿O es qué no ha sido suficiente lo que ha pasado en otras partes del mundo, y que lamentablemente sigue pasando, con miles de personas que han sido y son víctimas de discriminación por múltiples razones? El pasado no lo podemos cambiar pero el presente en nuestro país, sí que podemos.
Los venezolanos no podemos estar de acuerdo con un grafiti que expulse del país, de su país, a los judíos que también son venezolanos. Eso sería como permitir que mañana tuviesen también que salir los que tengan los ojos grandes, no sepan montar bicicleta, o sean alérgicos al chocolate, si es que a alguien se le ocurriera una estupidez semejante. ¿Puede aceptarse tal absurdidad?
Adicionalmente, un sitio de oración es un sitio de oración. Un templo, de la religión que sea, es un templo. Y eso es tan respetable como nuestra madre o nuestra bandera. Particularmente, hay imágenes de nuestra tradición popular venezolana que me parecen horribles, pero no por eso voy a desconocerlas o deshonrarlas.
De Venezuela no se va nadie que no quiera irse. Que se vayan los agresores, los profanadores, los malandros. Los intolerantes, los corruptos, los aduladores. Que se vayan los que permiten las irreverencias, los exaltados, los intransigentes. Los delincuentes, los mentirosos, los hipócritas. Los que odian, los que excluyen, los que persiguen a quienes piensan distinto. Que se vayan los que no nos quieren dejar vivir en un clima de justicia, armonía y paz. ¡Que se vayan ellos!, si quieren. Pero los que estemos dispuestos a recibirnos, aceptarnos y reconocernos nos quedamos aquí, en nuestro país, en nuestra casa, en Venezuela.
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