Lo bonito de Venezuela era su inigualable pueblo alegre, tolerante, acogedor y pluralista
Hoy me dirijo a católicos, cristianos, musulmanes, armenios, judíos... a todos por igual; me dirijo a blancos, negros, mestizos e indios; me dirijo a Venezuela. Nací en Caracas el 8 de febrero de 1981. Mi fe: judía. Con el corazón roto escribo este artículo. Las duras imágenes de mi sinagoga invadida todavía me persiguen; me recuerdan lo que de chiquito aprendía en libros de historia, y a mis padres y maestros afirmándome que en Venezuela jamás ocurriría algo así. Pero se equivocaron.
La extraña realidad es que hoy en mi país hay gente que ni respeta mi fe, ni siente timidez para hacérmelo saber. Mientras escribo, mensajes antisemitas siguen siendo transmitidos impune y descaradamente por varios medios de comunicación nacional. Así es que a pesar del peligro que puede representar hacer eco de mi sentimiento, me propongo difundir mi postura de manera firme con el objetivo de despertar en Venezuela una reacción que exijaun retorno a lo ético.
Respeto a las razas Hace casi 100 años mis antepasados llegaron a Venezuela creyendo haber encontrado un país que ofrecía mucho más que un simple respeto entre distintas razas; un país que le servía de ejemplo al mundo porque aquí convivíamos amenamente comunidades de muy distinto credo y culto. Y no se equivocaron porque mientras otros países hospedaban conflictos interculturales e interraciales (desde el Apartheid en Sudáfrica hasta los sangrientos revueltos en Bosnia y Herzegovina), la Venezuela que los recibió nunca diferenció entre razas o fe.
Llegaron sin mucho en las manos, pero se esmeraron por salir adelante contribuyendo a su vez con el desarrollo de Venezuela. Numerosos ilustres, artistas, cantantes, profesores, analistas, atletas, periodistas, médicos y demás profesionales judíos venezolanos, le brindaron a Venezuela la cultura y ética que nos han ido formando y de las cuales nos sentimos orgullosos.
Nos difundieron sus valores; nos enseñaron que la solidaridad es el mejor de los sentimientos, y nos exigieron que seamos siempre un modelo para Venezuela. Así organizaron, muchas veces desde la misma sinagoga que fue profanada, proyectos que han estado al frente de la responsabilidad social nacional repartiendo, entre otros, comida, vestimenta y albergue a los niños, mujeres y ancianos más necesitados.
Asimismo en diciembre de 1999, recuerdo cómo en Hebraica (epicentro cultural, social y deportivo de la comunidad) interpretamos la tragedia de Vargas como nuestra propia y organizamos el primer centro de acopio y uno de los más grandes del país.
Sólo algunos Y lo bonito de Venezuela, lo que era de envidiar, era su inigualable pueblo alegre, tolerante, acogedor y pluralista. Y bien entiendo que aquellos que entraron a mi sinagoga, mi casa, el viernes pasado no son sino algunos. Pero algunos también fueron los que iniciaron el movimiento nazi en la preguerra. Y algunos también atentaron contra la AMIA en Argentina matando a decenas de judíos. Las 15 personas, ¡compatriotas y hermanos míos al fin!, que invadieron mi sinagoga y se burlaron de mi religión el viernes pasado siguen por las calles, siguen libres, siguen riendo.
Y comparto infinitamente la frustración de muchos, palestinos e israelíes, porque en la nada trivial situación que atraviesa el Medio Oriente hay gente inocente que sigue muriendo. Y me uno al debate para crear proyectos e intentar exportar el buen corazón del venezolano; pero nunca para importar odios ajenos.
Porque la ética humana, la ética venezolana, nos exige que sepamos trazar el límite entre el descontento y el atropello; nos exige que consolidemos una unión espontánea, así sea temporal y oportuna entre chavistas y opositores, para gritarle a Venezuela y al reto del mundo que el corazón del venezolano que recibió a nuestros ancestros continúa brillando.
Condenar el hecho Las palabras no me alcanzan para agradecerle a todos aquellos que ya se pronunciaron para condenar este hecho, porque la única cura a la epidemia de la intolerancia religiosa, que viene en ascenso pero que bien puede ser frenada, está en manos de todos aquellos que deciden hablar.
Como buen venezolano, veo luz al final del túnel. Acompañando mi dolor, ayudándolo a sanar inclusive, observo cómo mis también compatriotas de los barrios de Caracas acudieron impulsivamente a repintar mi sinagoga.
Con ellos no tengo más que una profunda deuda, porque el mensaje que transmitieron mientras revivían mi casa citaba la razón por la cual continúo creyendo en Venezuela: 'En otros países, lastimados por guerras y lacerados por odios, entre una sinagoga y una mezquita hay tanques, ejércitos, alambradas de púas, llanto y sufrimiento. En Venezuela, gracias a nuestra condición de pueblo tolerante y democrático, entre la sinagoga y la mezquita lo que hay es un parque. Ese es el país que hemos sido. Ese es el país que queremos seguir siendo'.
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