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Lo que sigue nada tiene que ver con la cinta homónima de Clemente de la Cerda. Es la asunción consciente y deliberada de mi nueva categoría existencial. Y ello gracias a la ley de delitos mediáticos en trance de ser aprobada (¿qué otra alternativa cabe, en una Asamblea que sólo conoce el reflejo pavloviano de asentir). Es a causa de su comportamiento que, digo como el poeta Kolianov, citado por Solzhenitzin en su Archipiélago gulag (que gracias a los actuales mandantes ominosamente se ha tornado mi libro de cabecera): 'No sigáis, porque soy culpable de todo de lo que me acusan'.
Asumo mi crimen que, a la luz de la kafkiana ley, es el de causar zozobra y agitación con las cosas que digo o escribo.
Lo hago además con premeditación y alevosía, así que no puedo acudir al atenuante del calor del momento o del rapto momentáneo de la locura.
Escribo en un medio, que es este periódico, para agitar la conciencia de los lectores. Pero además, escribo en otro, el diario Tal Cual como psicoanalista, para hacer otro tanto. Y como soy obcecado, comparto semanalmente con la periodista Alexandra Cariani un espacio semanal por la Emisora Cultural 97.7 FM un programa dedicado a la difusión de los conceptos psicoanalíticos.
Peor aún, ejerzo también el psicoanálisis, con el único fin de ayudar a quienes me consultan a transformar sus quejas en protestas, a pasar de padecer la vida a la toma de riendas del propio destino. Todo ello con una necesaria dosis de agitación, cuestionamiento e inquietud, porque si no los cambios no se producen.
Por tanto he hecho de la zozobra, del sacudimiento de la supuesta paz ajena todo un modo de vida, un norte vital, y eso me hace culpable con cuanto agravante sea posible adjetivar mi comportamiento.
Mi conducta está signada por la convicción de que el psicoanálisis es un bien público, aunque el público no lo sepa. Lo veo como un discurso privilegiado para entenderse uno mismo y a los demás.
Como una herramienta poderosa para cambiar el sufrimiento humano y para incidir en la cultura, como un todo.
Por ello entiendo mi deber ético de difundirlo, sin desconocer el efecto inquietante que tiene para cualquiera el pensarse. Y si causa agitaciones, me pregunto ¿dónde estaría la humanidad hoy si Colón, Galileo, Darwin, Bolívar o Einstein se hubieran conformado con lo sabido? ¿Si no hubieran introducido zozobra y preocupación en sus medios proponiendo ideas novedosas la Tierra seguiría siendo plana, y Venezuela sería aún colonia española entre otras cosas? La función del pensamiento es, entre otras, ayudar a producir ideas nuevas, poniendo en tensión lo que se conoce para que surja lo inédito, lo creativo. Los medios de comunicación social tienen, entre otras, la función de ayudar a la gente a pensar, a inquirirse sobre lo que se sabe. Una ley que criminalice la libre circulación de las ideas no es más que un cepo, una guillotina. Un síntoma de cuánto le teme este régimen a su propia gente.
Pensar que la difusión de una idea u opinión puede atentar contra la salud mental del usuario del medio es creer a éste un ser pasivo y desprovisto de cualquier viso de criterio.
Más complicado es concebirlo como alguien pensante y capaz. Una ley que criminalice la opinión, el reportaje y la crítica sólo busca producir eunucos mentales. Es por ello que yo he decidido relevar a quien se vaya a encargar de la fiscalización y el castigo, de la penosa tarea de recabar pruebas para levantarme un expediente.
Ayudo a pensar, soy un delincuente.
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