A presuradamente, y después de unas largas vacaciones, durante las cuales su tarea de legislar fue delegada al Presidente de la República, la Asamblea Nacional ha aprobado una Ley Orgánica de Educación que no ha dejado indiferente a nadie. Debo comenzar por señalar que algunas de las críticas que se le han formulado, como la que objeta la enseñanza laica, confundiendo las distintas funciones de la escuela y de la Iglesia, no las comparto, pues la religión es un asunto personal; pero no puedo dejar de manifestar mi inquietud en cuanto a la incoherencia de algunas de sus disposiciones, y en cuanto a su incompatibilidad con principios y normas de rango constitucional. Me parece inaceptable que las cosas no se llamen por su nombre y que se utilice un lenguaje torcido para ocultar las verdaderas intenciones del legislador.
Los valores que esa ley dice proclamar, como la tolerancia, el bien común o el respeto a la diversidad son antagónicos con su razón de ser, con sus normas y con los métodos de los que se vale. Resulta incoherente propiciar la educación para la tolerancia mientras que, paralelamente, se intenta imponer una ideología que hay que 'honrar y respetar'. Constituye una tremenda hipocresía afirmar que su propósito es asegurar el respeto de los derechos humanos y desarrollar 'el pensamiento crítico', mientras se utilizan mecanismos de censura a los medios de comunicación social, que ya han sido rechazados por los ciudadanos y que son incompatibles con tratados ratificados por Venezuela. Resulta inaceptable que, con el pretexto de una ley de educación, se prohíba lo que ninguna sociedad democrática puede prohibir. Es muy bueno que no se permita el proselitismo político en el aula; pero es muy malo que, al mismo tiempo, se anuncie las 'excepciones' que serán establecidas por leyes especiales.
Ahora, los cañones de la intolerancia apuntan en contra de la universidad, y amenazan la autonomía que le garantiza la Constitución. Desde sus orígenes en el siglo XII, la universidad ha gozado de autonomía, como un instrumento esencial para garantizar la libertad académica, la investigación científica y el progreso del conocimiento. Esa autonomía supone independencia para la gestión de sus asuntos propios. La ciencia, el arte, o las humanidades no pueden prosperar en un clima de fanatismo político, que pretenda imponer una verdad oficial, o que intente cerrar caminos a la expansión del conocimiento. Como conciencia crítica de la sociedad, la universidad no puede estar sujeta a las políticas gubernamentales; pero es precisamente esta función la que suele enfrentarla con el Gobierno, y es allí donde la autonomía universitaria adquiere una importancia trascendental. Sin embargo, esa institución, casi milenaria, no podía ser la excepción a las pretensiones hegemónicas y a los desmanes que se comenten en nombre del socialismo del siglo XXI. Una universidad que no está dispuesta a doblegarse ante el gobernante de turno, que tiene como principio rector el uso de la razón y no la fuerza, constituye una seria amenaza para su proyecto político. Por lo tanto, hay que privarla de su autonomía y hay que someterla.
Mientras el Gobierno adquiere tanques y aviones altamente sofisticados, que no sirven para combatir la inseguridad, el desempleo, la desnutrición y la miseria, la universidad sigue adelante con la batalla de las ideas. La casa que vence las sombras, que hace diez años albergó a la Asamblea Nacional Constituyente en el momento de su instalación, ahora tiene que luchar por vencer la ignorancia y el fanatismo.
Quienes pretenden imponer esa ley podrán tener fuerza bruta en abundancia; pero no tienen razón.
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