Ya la migración dejó de ser un hecho sorprendente en Venezuela. Lamentablemente no existen estadísticas serias que nos den una idea de cuántos decidieron irse del país, a menos que se den por ciertas las mismas fuentes que indican que la canasta alimentaria cuesta diez veces el salario mínimo con lo cual los venezolanos, que ni al mínimo llegan, deben ser una cuerda de faquires que se mantienen vivos por purito milagro hindú. Como saben, soy alérgico a esas exageraciones mediáticas.
Sin embargo, ese dato tan concreto no parece indispensable para entender el problema. Basta con explorar nuestro alrededor y contar cuántos familiares, amigos, vecinos, compañeritos del colegio, colegas, estudiantes, actores, animadores, internistas, pediatras, psiquiatras (con excepción de Chirinos que está muy apegado a su apartamento de Sebucán), médicos brujos, astrólogos y piaches se fueron a Miami, Panamá, Santo Domingo, Bogotá, Costa Rica, México, Toronto, Calgary, Madrid, Aberdeen o Kuwait. La respuesta es muy concreta: ¡que j... !
La migración no es homogénea. Los reportes de los países receptores indican que la mayoría es clase media profesional y joven. Y si seguimos cruzando variables la cosa empeora. Los extraños no son los médicos venezolanos recién graduados que se van sino los que se quedan, expuestos a pésimas condiciones laborales y a una competencia desleal con otros graduados express en casi en la mitad del tiempo. La generación de relevo está prácticamente perdida, con lo que los médicos buenos o se van o envejecen con nosotros.
En el caso de los inversionistas relevantes, ellos no han decidido mudarse físicamente (por ahora), pero si mover sus familias y cambiar el destino de sus inversiones. La construcción de viviendas y centros comerciales en Santo Domingo está siendo financiada por capitales venezolanos que, en condiciones normales, hubieran sido invertidos en nuestro país. Los proyectos de construcción venezolana en Aruba quitan el hipo. Las inversiones locales en inmuebles en La Florida parece ser el oxígeno de ese mercado. Las generaciones posteriores a los inmigrantes, que ayudaron a forjar nuestro país, salen a borbotones. Y algunos venezolanos puros que no se han ido, los encuentras en las colas de la embajada española, italiana, portuguesa, francesa y afines preguntando si tienen derecho al pasaporte europeo por vía del amante corso de su bisabuela, que según la mala lengua de su tatara paterna, era el verdadero papá de su abuelita.
Los judíos venezolanos iniciaron una marcha agresiva fuera del país, aunque el resultado no es una diáspora por el mundo sino una reconcentración de todos en Aventura, que se convierte en una nueva Calle Ocho, con una especie de Hebraica incluido.
Pero todo esto es un juego de niños con respecto a quienes se impusieron el hito del 2012 para tomar su decisión de marcharse. Y créanme que ese hito es una ruleta rusa.
No importa cuán grande o pequeño es el porcentaje sobre el total de la población. Lo que importa es que el país que tenemos hoy es incapaz de convencer a sus jóvenes y profesionales de que vale la pena vivir en él. Nuestro objetivo a futuro, y es un reto de todos, es cambiar los argumentos, válidos pero emocionales, por los que nos quedamos (luchar por el país, defender lo nuestro, la familia, los panas, el Ávila, las arepitas y el queso de telita) por argumentos racionales y lógicos que podamos presentar a nuestros hijos (quédate aquí porque este es un país seguro, decente, moderno y pujante donde vale la pena vivir y, después de todo, donde pensando en ti, me encantaría que te quedes). Todo lo demás es efímero y solo nosotros, echándole un camión, podremos construir los nexos reales y permanentes que nuestros hijos merecen.
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